Me gusta ir a conciertos....mucho. La lejanía de la capital no permite que sea constante ni mucho menos frecuente la inserción en esos recintos efímeros y conectivos, pero es necesario.
Todo tenía cierta identidad, cierto sentido, cierta claridad hasta Sigur Ros.
Me costó decidirme por ir, pero todo cambió y por esos extraños premios que te da la vida....legué a la primera fila.
Me conecté con algo escondido esa noche; con esa esperanza apaciguada por la realidad mundana que me ha tocado vivir y que en buena y mala parte, he ido generando en mi paso errático en esta vida.
Logré en ese viaje de 2 horas reconectarme con emociones que me llevaron 10 años atrás, que me empujaron y devolvieron al estado actual, recordé noches en un sillón, ahogado por situaciones tajantes. Logré verme reflejado en la angustia, en la desolación de una mala compañía y en la dicha de la fuerza que te entrega salir a flote, como una flor de loto y mandar a todos a la mierda, porque al final de esta vida, lo más importante es ser congruente con uno mismo, ser feliz y acariciar a quienes te aman honestamente y a quienes amas con brutalidad.
Logré desde el punto muerto de la sinergia que me envuelve en la sinestesia...respirar, notar que sí, en todo hay corazón. Fue como ese viaje mágico que te lleva al lado oscuro de la luna y que, de pronto, con un acorde, con el sonido de un órgano, una cuerda y un grito extraño, rescata lo claro y luminoso de la vida.
Gracias a la música, gracias al viaje, gracias a ese idioma sin significado, gracias a ese pequeño pero gigante país, y sobre todo, gracias a Sigur Ros y la dicha de haber estado ahí.
Para mí, significó todo!
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